Entre los dones que el Espíritu Santo nos concede para enriquecer nuestras almas cuando inhabita en nosotros por la gracia santificante, encontramos al don del temor.
La Iglesia Católica construye su edificio divino con los siete sacramentos que trasmiten los beneficios de la Encarnación y de la Redención de Jesucristo; las cuatro virtudes cardinales y las cuatro virtudes morales, que suman en total siete virtudes que hacen al hombre agradable a Dios; y los siete dones del Espíritu Santo que llevan al hombre a su fin.
Y en contraposición a ello encontramos a los pecados capitales, que pareciendo una parodia de Satanás hacia la obra divina, también suman siete. Estos pecados hacen triunfar a Satanás si el hombre los lleva a cabo, ya que de este modo pierde su vida eterna y la salvación prometida por Nuestro Señor Jesucristo y, por supuesto, no es bien visto por Dios, y el hombre pierde de este modo su gracia santificante.
El don del temor es el contrapunto de la esperanza. Es el don que nos salva del orgullo. El Espíritu Santo no debe inspirar un temor servil para con Dios, un sentimiento grosero que arrojaría al creyente en el terror, al pensar en los castigos eternos.
El temor de Dios nos enseña, por el contrario, que nosotros lo debemos todo a la misericordia divina. Este temor es una manifestación del respeto debido a la majestad de Dios. No sofoca al amor de la criatura hacia el Creador. Por el contrario, hace de obstáculo a una exagerada familiaridad con Dios, que lleva el alma a la ilusión, si no es a la vana complacencia.
El sentimiento saludable que resultará de ese don asegurará la perseverancia del alma en el bien, deteniendo el progreso del espíritu de orgullo.
El salmista ha descrito y recomendado esta actitud diciendo: "Servid al Señor con temor y estremeceos de dicha temblando delante de Él". (Salmo 2, 11)